Su piel era cálida, ligeramente bronceada por el
sol, hermosamente frágil, de aroma perturbador y absorbente, penetrante. No era
posible permanecer a su lado sin entristecerse, por la belleza oculta de su rostro,
por su forma de sentir, por el encanto que mis manos no podían abarcar, por la imperfección
de la memoria que me obligaba a quedarme callado para no perderme ningún detalle
mientras se sucedían los gestos a una velocidad que era incapaz de asimilar. No
podíamos evitar querernos, ajenos al capricho del deseo sexual, pues
difícilmente podíamos esperar desenfreno de la persona amada si sólo nos
bastaba con estar el uno al lado del otro. Beatriz me miraba y yo reconocía sus
emociones entre el placer y el dolor que la abrumaba. Me alegraba encontrarla
de nuevo detrás de aquellos ojos dulces y dolientes, me daba cuenta de que ella
seguía sufriendo bajo aquella máscara de piel, sobreviviendo a la vida con
entereza.
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