lunes, 17 de junio de 2013

FRAGMENTOS - EL TESTAMENTO5




 

     A las siete de la tarde comienza la procesión. Desde su casa madre e hijo contemplan el ritual con agrado. Están asomados a la calle desde un balcón enrejado, en un cuarto piso. El hijo sujeta a la anciana por la cintura e impi­de que el vértigo la haga retroceder. Hay un rumor lejano de voces, que anun­cia que ya se aproxima la concurrencia, y Antonio inclina a su madre sobre la barandilla. Pueden ver los niños de comunión desfilando con orgullo, a sus madres alborozadas discutiendo con sus hijos para que guarden un mínimo de decoro, a los fotógrafos corriendo entre las filas para obtener unas fotos acertadas, a los monaguillos ordenando las filas y a los fieles nutriendo una pro­cesión ya de por si escueta e informal. La expectación es mínima y la anciana se lamenta de ello.
- ¡Cómo está el mundo!, es una pena que no haya venido más gente.
     En la procesión, la Sagrada Forma avanza lentamente, parece suspendida en el aire, cual milagro de Fe, con una blancura infinita. Los escasos asisten­tes hacen reverencias y la seriedad de todos otorga la solemnidad requerida. Los sacerdotes casi no respiran, silencio y respeto. Antonio se pone nervioso, ya se acerca la hora.
- ¿Se ha confesado, madre?
- Sí, hijo mío -responde la anciana -, yo siempre estoy preparada para el Señor, ¿porqué lo preguntas?
- No, por nada.
           El hombre, el que está loco, mira con ternura a su madre. Aún recuerda las caricias de otros tiempos, la niñez placentera y el amor desmedido. Ahora, cuando la vida se le escapa, su anciana madre sólo le plantea exigencias y reproches. Su papel de víctima ante la vida le produce asco, y piensa que ya es la hora.
- ¡Venga!, a hacerle compañía al Señor.

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