A las siete de la tarde comienza la procesión. Desde su casa
madre e hijo contemplan el ritual con agrado. Están asomados a la calle desde
un balcón enrejado, en un cuarto piso. El hijo sujeta a la anciana por la
cintura e impide que el vértigo la haga retroceder. Hay un rumor lejano de
voces, que anuncia que ya se aproxima la concurrencia, y Antonio inclina a su
madre sobre la barandilla. Pueden ver los niños de comunión desfilando con
orgullo, a sus madres alborozadas discutiendo con sus hijos para que guarden un
mínimo de decoro, a los fotógrafos corriendo entre las filas para obtener unas
fotos acertadas, a los monaguillos ordenando las filas y a los fieles nutriendo
una procesión ya de por si escueta e informal. La expectación es mínima y la
anciana se lamenta de ello.
- ¡Cómo está el mundo!, es una pena que no haya venido más
gente.
En la
procesión, la Sagrada Forma avanza lentamente, parece suspendida en el aire,
cual milagro de Fe, con una blancura infinita. Los escasos asistentes hacen reverencias
y la seriedad de todos otorga la solemnidad requerida. Los sacerdotes casi no
respiran, silencio y respeto. Antonio se pone nervioso, ya se acerca la hora.
- ¿Se ha confesado, madre?
- Sí, hijo mío -responde la anciana -, yo siempre estoy
preparada para el Señor, ¿porqué lo preguntas?
- No, por nada.
El hombre,
el que está loco, mira con ternura a su madre. Aún recuerda las caricias de
otros tiempos, la niñez placentera y el amor desmedido. Ahora, cuando la vida
se le escapa, su anciana madre sólo le plantea exigencias y reproches. Su papel
de víctima ante la vida le produce asco, y piensa que ya es la hora.
- ¡Venga!, a hacerle compañía al Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario