
- Soy un inmoral, un guarro, ¿qué pensará mi madre de mí?
Al ponerse
los calzoncillos esconde su objeto de pecado con delicadeza. Lo deja caer
suavemente sobre el perfil izquierdo y se sonríe. Está orgulloso de sí mismo.
Siente que aquel instrumento alargado es la garantía de su felicidad, la
puerta hacia una vida mejor. Mujer, hijos, placer sexual, trascendencia,…,
todo eso resuena en su cabeza como en un tambor. El hombre se levanta malhumorado
y acude a ver a su madre que está rezando. La mira con recelo y se sienta a su
lado.
- ¿Qué tal, madre?- Bien, aquí estoy, un poco cansada, pero bien, ¿y tú?, ¿has descansado?
- Sí, bastante bien - responde Antonio.
Entre rezos transcurre la tarde, cadenciosa, tan lenta que parece muerta. Ella se sienta en el balancín y deja pasar el tiempo murmurando oraciones y plegarias. El la acompaña con indiferencia, a un costado, pensando en otra cosa. Antonio no quiere tomar parte en la salvación del mundo, le da igual. Le parece más decoroso querer conquistar el mundo que pretender salvarlo; y desconoce en qué momento de la Historia de la Humanidad se produjo este ridículo cambio de valores. No se cree capaz de cambiar nada, desconoce las necesidades, los anhelos y los miedos del ser humano. Cree que ya tiene bastante con sobrevivir con su cabeza atormentada. Por el contrario, su madre sí que se preocupa por los demás, reza y reza, Rosarios, estampitas que parecen cromos, Aleluyas, catecismos, Biblias; y con ello pretende contribuir a salvar su alma, la de su hijo y la del propio mundo, que cada día está más corrompido y descontrolado. Reza y reza, gime, suspira, sufre. A la mínima ocasión la anciana interpone algún consejo:
- Eres un inmoral, hijo mío, ten siempre santo temor de Dios. Lo que ganes en la tierra lo perderás en el Cielo, que no te pierdan los vicios de la carne.
- Sí, madre.
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