Alguien arroja
una piedra en el agua e inmediatamente se produce una propagación de las ondas
a través de la superficie del fluido. Luego, con el paso del tiempo y el
incremento del radio de la onda generada respecto del foco emisor, va
desapareciendo progresivamente su energía hasta desaparecer.
A veces pienso que vivimos sumergidos en un inmenso
océano de injusticia y desigualdad, y con la crisis de los refugiados Sirios vuelve
a ponerse de manifiesto, porque más allá del espectáculo mediático que acabará
por hastiar también nuestras conciencias, podremos contemplar el horror de la
guerra y percibir de inmediato como nuestra dejadez se transforma en una descomunal
catástrofe humanitaria, incapaces de reaccionar, hasta el olvido que impone la
distancia de los focos de comunicación. Además me niego a participar en el
debate sobre nuestra capacidad de acogida y sobre la necesidad de seguir
lanzando piedras hacia el país de origen, como si no existiesen bastantes
irresponsables dispuestos a seguir alborotando el fluido ensangrentado en el
que vivimos inmersos. Y entretanto, algunos también comprarán una pequeña isla
a salvo del oleaje, para que no les salpique tanto sufrimiento, incluso podrán sentirse
ajenos al problema, como si el ser inmigrante fuese cosa de otros, y no de
nuestros padres, o de esos antepasados nuestros que sin duda ninguna llegaron
alguna vez a estas tierras para otorgarnos la identidad.
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